Crítica de Gloria Benito
Intercalada entre las líneas de crédito que presentan la película encontramos una imagen inquietante, que aparecerá ligeramente modificada al final de la narración, donde cobrará un alto contenido simbólico respecto al sentido del título y el significado global del filme. Se trata de un plano en blanco y negro tomado desde una perspectiva superior en suave picado, de un grupo de personas que se mueven a cámara lenta inclinadas por un ligero balanceo, agobiadas por una cierta indolencia y un cansancio infinito.
Sugieren el agotamiento de una sociedad oprimida y anestesiada por el desánimo que les roba las fuerzas y la energía necesarias para levantar la cabeza y salir del grupo o empujarlo hacia delante, hacia cualquier objetivo. Esta sociedad sin rumbo ni esperanza sirve de marco en que se desarrolla la historia de unos personajes que parecen no poder escapar a un destino terrible, cuyo germen se gesta en los años 20 en el Berlín de la República de Weimar.
Eso explica que Abel sea a la vez protagonista y observador de aquella sociedad enferma de muerte y desolación, como un viajero que contempla los dolorosos acontecimientos que le tocará vivir entre la indiferencia y el estupor, desde la frialdad de la distancia y la intensidad de la angustia.
El maligno veneno social: los espacios
La primera vez que el espectador oye hablar de envenenamiento es en la secuencia donde Abel le entrega a Manuela la carta apenas legible, escrita por Max antes de su suicidio. El cabaret donde trabaja su cuñada es un espacio de un mundo inferior habitado por putas, enanos y maricas.
Son muchas las películas que han relatado y relatan, con mayor o menor fortuna, el nacimiento del nazismo y los sufrimientos del Holocausto. En este caso, Bergman lo hace con su particular estilo y huye de la anécdota para penetrar en el interior de los personajes y extraer de su circunstancia aquello que explique su sufrimiento.
El primer atisbo del síntoma que aqueja a la sociedad berlinesa lo encontramos en la comisaría a la que ha acudido Abel, convocado por el inspector Bauer (Gert Frobe, Los crímenes del doctor Mabuse, 1960) para ser interrogado respecto al suicidio de su hermano. Tras la visita a la morgue, otro viaje al inframundo en el que el protagonista ha tenido que mirar a víctimas de envenenamiento, ahogamiento y suicidio, ambos conversan sobre el estado de las cosas.
La indiferencia de Abel ("Qué importa nada, mañana todo desaparecerá"), contrasta con el discurso del inspector, que hace un resumen de la depresión económica, la imparable inflación y el posible golpe de estado de un tal Hitler. Sus palabras reflejan el pensamiento de Bergman y su diagnóstico inicial: es el miedo lo que ha infectado a la sociedad y a las personas ("Todos tienen miedo y yo también... el miedo no me deja dormir... nada funciona bien excepto el miedo").
El lúcido análisis de Bauer se completa con la mención de la necesidad del trabajo diario de la gente corriente para compensar el caos, y la irónica mención a las borracheras de Abel como evasión de la realidad ("¿Usted se emborracha todas las noches? Eso también es respetable").
Bergman nos remite así al abandono y dolor existencialistas que constituyen una constante en la concepción de los personajes de la mayor parte de su obra cinematográfica y teatral. El espacio responde a esta visión pesimista y sin futuro. Abel persigue a Manuela a través de solares abandonados, escombros, sucios charcos, oscuros pasajes e inquietantes pasillos, por patios abandonados llenos de desperdicios en descomposición.
El final de tan angustioso itinerario es una casa escondida en el interior de un laberinto como una trampa sin salida. También son oscuros y laberínticos los caminos del archivo de la clínica Santa Anna, donde va a trabajar Abel gracias al favor de un conocido de la infancia y actual investigador médico, el doctor Vergerus.
Esta semipenumbra de los espacios contrasta con el brillante blanco de los laboratorios donde Vergerus (Heinz Bennet) realiza sus experimentos con seres humanos. Pero el acceso a este siniestro lugar es descendente como el de los burdeles, y la luz no impide que el espectador sea consciente de que el viaje de Abel es a los infiernos. El blanco representa la asepsia y frialdad de la razón y la ciencia reflejadas en el impasible rostro del científico que recita su escalofriante discurso perfectamente argumentado.
La ciencia prenazi sabe de otro veneno que afecta a la sociedad y no se trata del miedo que la paraliza sino de la diversidad y la diferencia de los seres humanos. Su fundamento, como dice Vergerus, es considerar al "hombre como una deformidad, una perversión de la naturaleza", y su eugenésico objetivo es moldear la forma básica humana, una vez definida. Éstas son las terribles palabras del fanático y maligno doctor: "liberamos las fuerzas destructoras y controlamos las productivas. Exterminamos lo inferior y aumentamos lo útil".
Abel, la angustiosa apatía
En la primera secuencia se muestra como una simple silueta, tan húmeda y oscura como el callejón delimitado por el contraluz de un arco. Es un hombre indiferente, débil y pasivo que se deja llevar y que no es capaz de conseguir dinero, casa o trabajo para sobrevivir, ya que depende de las iniciativas y dinero de Manuela. Su reacción ante el miedo creciente que le va invadiendo es la evasión y la huida. Primero, corre para ponerse a salvo de los hombres negros que humillan y apalean a los judíos, después entra en un cabaret, una taberna o un café para beber hasta caerse desmayado o dormido. Se opone a los proyectos de su cuñada para afrontar juntos la adversidad y luchar contra el infortunio. Nunca hace nada pues es un personaje apático y pesimista.
Su depresión le lleva a mirar u otro lado, a acostarse con prostitutas y a agarrar con fuerza la botella. Ante cualquier petición de acción respecto a un proyecto siempre dice lo mismo: "es imposible". Sus conductas son el modelo para aquellos que no quieren reconocer el problema que tienen ante sus ojos y no quieren ni pueden reaccionar. Abel está atrapado en un bucle que le lleva de la visión alucinada e indolente de la realidad al alcohol, y vuelta a empezar una y otra vez.
Sin embargo, tiene conciencia de su angustia, aunque no haga nada para evitarla y salir de ella, y así lo expresa ante la insistencia de Manuela: "Despierto de una pesadilla y descubro que la vida es más cruel que el sueño". Su carácter de víctima le lleva a huir por las escaleras de la comisaría y a gritar su miedo, pero no hay agua para calmar su sed, como vemos cuando está en su celda y saca la mano entre los barrotes para mojar sus manos en el grifo que gotea.
Cuando descubre que sus sufrimientos y los de su hermano y cuñado son el resultado de los despiadados experimentos que llevan al ser humano hasta el límite de la crueldad y la locura, su rostro refleja el horror del conocimiento y la desesperación por la ausencia de soluciones para enfrentar la descomposición moral de la sociedad. Una voz en off nos dice que, tras la destrucción de la clínica y la detención de sus responsables, Abel desaparece y no se sabe nada más de él. Y entonces se acaba la película.
Manuela, la víctima
Mediante este personaje, Bergman se adentra en el análisis de dos aspectos del ser humano que son una constante en su obra: la soledad y la culpa. Manuela se siente sola y demanda una comprensión y una ternura que le son negadas. Cuando demanda perdón por su culpa al sacerdote católico que se muestra indiferente a su dolor, sólo lo consigue si ella perdona a su vez y es castigada a irse sin consuelo pues no sabe si la oración que reza servirá para algo. La duda, la falta de fe en un dios ausente y alejado de los hombres incrementan el sufrimiento de este personaje que acaba por aceptar su inevitable soledad.
Cuando Abel, impotente para ayudar y entregarse, le niega sus abrazos y su consuelo, Manuela permanece quieta y febril, entre la vigilia y el soñar despierta con los recuerdos de una infancia feliz. El primer plano de su rostro suplicante y angustiado ante la mirada fría del sacerdote se transforma ahora, ante el abandono de Abel, en un rostro que va descendiendo derrotado para entregarse a la agonía y a la muerte.
La razón y la locura
Hay dos investigadores en esta película: el inspector Bauer y el doctor Vergerus. El primero se mueve por la necesidad de saber, de conocer las causas de los crímenes, los orígenes del mal. Cree haber encontrado las respuestas a las muertes y a la situación política que vive Alemania. Cuando al fin suelta a Abel y le recomienda marcharse con el circo, se permite hacer un pronóstico sobre su país que resulta muy irónico si tenemos en cuenta los terribles sucesos que acontecieron durante el régimen nazi: "lo de Hitler fue un fiasco descomunal. Subestimó la fuerza de la democracia alemana".
Sus palabras demuestran que los locos son los únicos que saben lo que sucede y por eso se adueñarán del mundo y lo controlarán. Vergerus le explica a un espantado Abel que en diez años aparecerá una generación cuyo idealismo e impaciencia desplazará al odio de los cansados e indecisos, pondrá su valor al servicio de una nueva sociedad y "habrá una revolución... y nuestro mundo se hundirá en sangre y fuego". Su discurso es uno de los más inquietantes y perturbadores de la filmografía de Bergman, que seguramente se identifica con su personaje-testigo al escuchar las últimas palabras del doctor:
-"Puedes contarlo, nadie va a creerte".-"Cualquiera puede ver el futuro: es como el huevo de la serpiente".
Impecable especialmente en la forma en que retrata el comportamiento humano, la soledad y sobre todo el miedo a la existencia!!!
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