Así como a una novela considerada buena se le puede perdonar que no sea perfecta, que no esté libre de errores, que su calidad no sea eficaz, estética y correcta en toda su extensión, así, al cuento, al cuento literario, no. Al cuento, según Vargas Llosa, se le exige perfección. Lo grandes maestros del relato corto ponen el listón muy alto. Ellos crean y piden composiciones redondas y de gran exigencia intelectual, en muchas ocasiones de difícil acceso al común de los mortales.
Y es aquí donde se sitúa el vórtice de uno
de los prejuicios contra el cuento, en ese elitismo inaccesible. Pero hay otro.
No podemos obviar que la mayoría de los escritores, incluso los que luego
evolucionan a genios, empezamos nuestra labor en contra del cuento. Y digo en
contra, porque este acometimiento del relato corto en nada exigentes
condiciones intelectuales, sin las experiencias necesarias como lector y sin la
muñeca entrenada del creador, junto con la facilidad de acceso a la forma, hacen pensar
al público que el relato es un género menor, para niños, para escritores que no
son capaces de enfrentarse a una novela contundente. Como puedes
ver, parece una contradicción, pero créeme, no lo es, es que estamos hablando
de dos fenómenos diferentes.
También hay autores que desdeñan el cuento
por cuestiones de mercado, el cuento no vende. Sin embargo, estos autores se
dedican a rellenar páginas y páginas de descripciones superfluas, de personajes
vacíos, sin chicha y con tramas pesadísimas que a muchos lectores nos enerva
por la pérdida de tiempo que suponen. Pero es una evidencia, estas obras son
publicadas con más facilidad que muchas colecciones de cuentos que deben
emperrarse en acudir a concursos para tener la posibilidad de ver la luz
impresa. Es el caso de la colección de relatos “O” de Alejandro Pedregosa que
me gusta infinitamente más que su novela “Hotel Mediterráneo”, y que encierra
la diferencia entre la elección de dos caminos en unas cuantas páginas. Lo que
a Paul Auster le llevó en “4 3 2 1” más de mil. Aunque a Paul Auster yo le leo
dos mil con mucho gusto, para mí no sería una pérdida de tiempo. Pero es
probable que este sea un comentario irracional dada mi patología de fan
austeriana.
Es cierto que la extensión del cuento sirve
de desahogo escrito a muchos aficionados a las letras. Y es conocida nuestra
necesidad actual de ser oídos multitudinariamente, aunque lo que tengamos que
decir tampoco merezca un receptor. Mírenme a mí. Existe una excesiva oferta, no
siempre de calidad, que se trasmite a través de diarios y revistas, incluso a
través de Internet. Tal vez, esta accesibilidad crea la falsa idea de que el
cuento es una literatura fácil, secundaria o de importancia menor.
Hay una señora de cuyo nombre no querrán acordarse que inició un acoso y derribo contra el cuento y contra mí en tiempos de la pandemia COV19. Cada día me hace llegar una de sus creaciones faltas de ritmo e interés, situada en el centro de los lugares comunes que tanto hacen perder el tiempo. A esta señora le pregunté quién era su referente literario, no sin cierta sorna, que yo también tengo mi punto soberbio; qué cuentos le gustaban más, si había leído a Borges, a Poe, a Maupassant o a Rulfo. Y me dijo que ella escribía por inspiración y que no era buena lectora. Yo le respeto su orden alterado en la creación literaria según mi humilde y otra vez soberbia opinión. ¡Marchando una de oxímoron! Creo que primero se estudia y se lee, luego se lee y se lee y finalmente, con mucha prudencia se escribe y se aprende y se lee y se aprende. La respeto, a la señora, pero no tengo por qué recibir cada día sus escritos a primera hora de la mañana, más aún cuando te los introduce como si el mismísimo Horacio Quiroga hubiera ocupado su cuerpo. Un despropósito. Y podría tener miedo de que leyera este artículo y se reconociera pero no tengo ninguno. Estoy convencida que no lo hará porque hay gente que solo se lee a sí mismo o misma.
Según Julio Cortázar, la gran diferencia
entre una novela y un cuento es que la novela te gana por puntos mientras el
cuento lo hace con un knouck out, un K.O. pujilístico. Cortázar escribió uno de
los mejores cuentos que he leído “El Perseguidor”, con el que sentí el ritmo
del saxo de Charlie Parker mientras me enredaba por las ciclotímicas curvas de
la droga. Pero lo importante no es el tema, aunque este es hipnótico para mí.
No hay ni temas buenos ni temas malos, sino un tratamiento genial o simple. Cuando
uno ha leído poco, ha escrito poco, puede tener un tema magnífico del que
hablar, pero difícilmente tendrá las herramientas técnicas y creativas
necesarias para contarlo de forma que el lector se quede sin respiración.
Lo esencial en un cuento está en la
atmósfera que se ofrece al lector, en el modo y el estilo de narrar, en la
tensión y el suspense, en la emoción y la conmoción que se logre provocar. Berenice
es un cuento, de los ahora considerados góticos, del escritor estadounidense
Edgar Allan Poe, que leí por primera vez con dieciséis años. Cuenta la historia
de una pareja cuyo amor no se consuma porque ella muere de una extraña
enfermedad en la que todo su cuerpo va deteriorándose menos sus preciosos y
blancos dientes. El efecto K.O. nos lo da Poe al presentarnos una escena final
en la que el mayordomo cuenta a su señor que la tumba de Berenice ha sido
profanada. Mientras, asistimos al terrible hecho de que el señor se descubre a
sí mismo ensangrentado, y junto a él permanecen las herramientas de un dentista
y una cajita con los dientes de la amada. Este efecto fetichista no sería tan
espeluznante sin el escenario que Poe crea para contarlo, de hecho, en ningún
momento se lee al señor excavando la tumba o extrayendo los dientes, pero el
contraste entre la pena, el amor enloquecido y lo que el lector comprende,
aunque no se diga, recrean una tensión que convierten este relato en uno de los
más cicatriciales de mi existencia.
El modernista y tildado de pornógrafo David
Herbert Lawrence dijo que “el lector debía confiar en el cuento, pero no en el
cuentista, pues el cuentista suele ser un terrorista que se finge diplomático”.
Y es que el escritor de cuentos te dirige engañosamente por algún lugar por donde
no te esperas el directo de izquierda. Por otra parte, el generosísimo
ensayista argentino Ricardo Piglia decía que “había que contar una historia
como si se estuviese contando otra, o sea, como si el escritor estuviera
narrando una historia visible, pero disfrazando y escondiendo una historia
secreta apenas insinuada o sospechada”.
Cuando estudiamos en profundidad un cuento
de los grandes maestros vemos que el relato corto es más difícil y más
disciplinado que la prosa, que no se permite descuidar o dejar material
superfluo por los rincones. En un cuento todas las palabras deben estar en su punto
justo. Así también, el ritmo, el tema, la atmósfera necesaria, y por supuesto,
la estructura, deben tener su medida exacta, nada es azaroso. De hecho, en los
cuentos, a veces, se trabaja más deshaciendo que haciendo, como decía Jorge
Luís Borges que es uno de los mejores cuentistas de la Historia. Su relato Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius es el relato de un genio. Este cuento es rompedor,
exquisito, cultísimo y encima encierra la parodia de nuestra cultura terrícola.
Empieza de una forma extraordinaria, el mismo Borges discute con Bioy Casares
por una palabra que no aparece en su edición de la Enciclopedia Británica,
Tlön, un lugar desconocido en Iraq. Borges intenta saber más sobre el vocablo,
pero no consigue documentación, hasta que encuentra en un hotel un tomo de
"A First Encyclopaedia of Tlön" y se adentra en el mundo de un
planeta desconocido para él. El sentido común y el sentido del humor se alían
para describir un lugar con valores y estructura diferentes a los nuestros. Sus
habitantes son idealistas, intemporales, anónimos, colectivos y su lenguaje lo
refleja, no tienen sustantivos pues tendrían significados individuales. Las
personas y objetos se designan por verbos en infinitivo y múltiples adjetivos
que determinan qué son, qué han hecho de ellos en vez de su árbol genealógico.
El final sorprende pues nos desinfla el globo y todo es una fantasía de
intelectuales que tienen un anhelo de cambio en nuestra sociedad, pero el paseo
es extraordinario y de una gran exigencia para el escritor y para el lector.
El propio rey del cuento Jorge Luís Borges
dijo en Ficciones: Un ensayo autobiográfico: “La impresión de que
grandes novelas tales como Don Quijote y Huckleberry Finn son virtualmente
amorfas, me sirvió para reforzar mi gusto por el cuento, cuyos elementos
indispensables son la economía, así como un comienzo, un conflicto, y un
desenlace, claramente determinados. Como escritor, pensé durante años que el
cuento estaba por encima de mis poderes, y solamente fue luego de una larga e
indirecta serie de tímidas experiencias narrativas, que fui tomándole la mano a
escribir historias propiamente dichas.”
Los grandes escritores de cuentos han
leído a O. Henry, Anatole France, Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Kafka,
James Joyce, William Faulkner, Ernest Hemingway, Máximo Gorki, Borges, Chéjov y
Cortázar para discernir entre esos cuentos de iniciación tan respetables, por otra
parte, tan necesarios, y las verdaderas obras de arte; y sobre todo, para
comprender la grandeza del cuento y sacarlo de su imaginario de lecturas
ligeras, fáciles o menores. Ojalá nos pase a todos lo que a León Felipe:
Luís
Felipe, sé todos los cuentos
Yo
no sé muchas cosas, es verdad.
Digo
tan sólo lo que he visto.
Y
he visto:
que
la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que
los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que
el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que
los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y
que el miedo del hombre...
ha
inventado todos los cuentos.
Yo
no sé muchas cosas, es verdad,
pero
me han dormido con todos los cuentos...
y
sé todos los cuentos.
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