El número nueve de la Revista La Garbía, a cuyo Consejo de Redacciòn pertenezco, acaba de salir. Las circunstancias de confinamiento han llevado a decidir hacer una presentación liberando su descarga. Aquí os dejo mi artículo con fotografía y texto por si no se puede ampliar bien, pero no se pierdan las ilustraciones que he elegido y que tan bien ha maquetado Pepe Moyano. Y no se pierdan el resto de la revista desde la portada hasta el Editorial que llegan a nosotros gracias a Andrés García Serrano. Un gran trabajo. Cuando acabe el confinamiento, háganse con un ejemplar, es objeto de coleccionista.
Blas de Lezo en el Cerro
El
Panteón de Marinos Ilustres se encuentra en la Isla de León, San Fernando de
Cádiz, más concretamente, en la ciudad militar de San Carlos. Es un edificio
neoclásico proyectado por Sabatini, el de los jardines del Palacio Real de
Madrid y está conformado por una pequeña catedral, cuya sacristía recuerda más
al puente de mando de un buque que a la consabida retaguardia de las iglesias
parroquiales. Acoge numerosas visitas de todo el mundo y no es difícil
encontrarse con cincuenta personas alrededor del guía más profundo y
gaditanamente divertido del que hayamos tenido noticias. Eso sí, no se pueden
hacer fotos, y es que este singular monumento se encuentra dentro de las
dependencias de la Escuela de Suboficiales de la Armada y, aunque el visitante
es acogido con una cordialidad y hospitalidad sobresaliente, hay que ser
consciente del lugar que se visita.
“El
Nervio Óptico” es la lectura que me ha ayudado a relacionar conceptos y ha
motivado este artículo. Es también, la ópera prima de la argentina María Gainza
que cuenta en apenas 160 páginas la historia de su familia y el catálogo de
obras “secundarias” que cuelgan de las paredes de los museos de Buenos Aires.
Dos veces tuve que leer la obra, la segunda, con papel y lápiz para comprender
lo que María nos quiere contar con su novela, “porque se dice para contar”.
Ella se alía con el postulado de Cézanne “Hay montañas que, cuando estás
delante, te hacen gritar ¡me cago en D…! Pero para el día a día con un simple
cerro sobra”. Se queda una como golpeada por esta idea ¿qué nos ocurre?
pagamos, proyectamos, admiramos como fans adolescentes y quedamos exhaustos en
viajes culturales persiguiendo las montañas más altas, los “top ten” de los
atractivos de las grandes ciudades del mundo, pero no disfrutamos de la belleza
serena de los cerros que están en nuestro ecosistema. Esto sucede por el
fenómeno que María llama “chiquititis”, lo que atribuye a su padre en lo micro,
como hombre sin ambición, y a su madre en lo macro, como anhelante de los “verdaderos”
tesoros culturales que siempre se creen o en EEUU o en la Vieja Europa.
Esta
“chiquititis” también es enfermedad del “culture vulture”, el ávido o buitre
cultural en nuestro entorno, y no digamos de las personas que no expresan
interés alguno en la cultura de proximidad que, cuando viajan, coleccionan
visitas a museos como cromos de futbolistas. Y es que “lo de fuera siempre es
lo mejor y aquí no tenemos oferta cultural”. Las grandes montañas no nos dejan
ver nuestros cerros.
¿Cuántas
personas han visitado el Museo Ralli de Marbella, que contiene la colección
Recanati?, o ¿cuántos sabemos lo que es un grabado teniendo en Marbella el
Museo del Grabado Español Contemporáneo, que es un museo único dedicado a obra
gráfica?, ¿Cuántas personas pasan todos los días por las puertas de las
iglesias sevillanas y no se paran a ver la convención del gótico-barroco-mudéjar
sobre árabe y judío que es inaudito y cicatriz de nuestra mezcolanza? Y
¿cuántos gaditanos no han ido jamás al Panteón de Marinos Ilustres?
El 2 de
julio de 1786 empezó la construcción de este panteón que en principio tenía la
vocación de Iglesia de la Purísima, más de un siglo estuvo sin techo y la obra
se paró por la depresión del desastre de Trafalgar que también atacó a las
piedras, piedras ostioneras por cierto, una sedimentación de arena y conchas, procedentes
de las canteras de Puerto Real, con las que también están hechas la Catedral de
Cádiz, la de Sevilla y el Faro de Chipiona. En 1845, tras la apertura del
Colegio Naval aledaño a la ruina, una Real Orden estableció dotar a este
edificio como Panteón de marinos ilustres, un referente de modelos de vida para
los alumnos. Poco a poco, el catálogo de
sepulcros fue creciendo. Finalmente, fue techado y enlosado en 1943 por la
empresa nacional Bazán, que aún continúa su servicio y da trabajo a numerosos
gaditanos, cañaillas o no; esto que parece una observación innecesaria, tiene
sentido, si se es de Cádiz-Cádiz, por los escozores que provocan los piques
entre la capital y los isleños.
En este
cerro nuestro, neoclásico, “basílico”, metafórico y simbólico se encuentran
enterrados hombres como Federico Gravina, un marino con grandes conocimientos
de astronomía que empleó gran parte de su vida en defender los barcos españoles
de los piratas argelinos y que murió en Trafalgar por la cabezonería del
Almirante francés Villeneuve, que se empeñó en ir a la batalla contra los
ingleses en pleno temporal de Levante, aunque se le puede comprender su ignorancia
porque no era de Cádiz-Cádiz.
También
podemos encontrar el sepulcro de Luis de Córdova y Córdova, que recibió la
Orden de Calatrava por liberar a 50 cautivos como comandante del navío América
en la Batalla que se desarrolló en el Cabo de San Vicente. Su carrera fue
extensa ya que fue longevo. Comandó la defensa de nuestros barcos que hacían
las rutas de las américas amenazados por los piratas ingleses y el asedio de
Gibraltar. Por ello, y como Director General de la Armada, tuvo el honor de
poner la primera piedra de este Panteón de Marinos Ilustres donde reposan sus
restos.
No nos podemos olvidar de Jorge Juan. Un
marino que, con 20 años recién salido de la academia naval fue ascendido por
Decreto a teniente de navío para formar parte, por ser número uno de su
promoción, de una expedición científica conjunta con Francia, cuya misión era
efectuar mediciones de los meridianos terrestres. Este marino era un hombre de
ciencias, ingeniero naval y fundador del Observatorio Astronómico que hoy en
día sigue dando la hora oficial de España.
Otros
muchos marinos ilustres tienen aquí su placa conmemorativa o su mausoleo.
También hay una mujer, la esposa de uno de los marinos que fue trasladado al
Panteón y que expresó su deseo de reposar junto a su esposa. Muchos tienen
placa conmemorativa y no mausoleo pues los fallecidos durante las navegaciones se
echaban al mar por motivos obvios de dificultad en el almacenamiento de
cadáveres.
Y
finalmente no quiero dejar pasar la ocasión sin mencionar al “Medio Hombre”,
como le apodaban los ingleses. Blas de Lezo y Olavarrieta, nacido en 1689 en
tierras vascongadas, cuna de grandes marinos como Juan Sebastián Elcano, Diego
de Urrutia, Julián Antonio de Urcullo Quadra, Cosme Damián Churruca y Elorza y muchos más,
doblemente españoles,
como los consideraba Miguel de Unamuno. Lezo era cojo, tuerto y manco, pero no
todo del mismo eje, como especifica con cierta sorna el guía del Panteón, Sergio
Torrecilla, un historiador que narra con fidelidad, escenifica y saca de
contexto anécdotas con esa rapidez propia de los gaditanos para fusionar
conceptos.
A pesar o
gracias a las pérdidas físicas que el Almirante Lezo había sufrido en distintas
contiendas, fue el máximo responsable de la victoria de la batalla que se
extendió desde el 13 de marzo de 1741 al 20 de mayo del mismo año, la Batalla
de Cartagena de Indias. Y no fue gesta baladí, pues el almirante británico
Vernon, tras alguna victoria en el acoso al Caribe español, fue arengado desde
Londres para que diera el golpe definitivo a la “Perla del Caribe” en su propósito
anexionista por las bravas, de modo que se envalentonó. Reunió una formidable
flota de 186 buques, 27.600 hombres y 2.000 cañones. La Armada Española disponía
de unos 3.600 hombres y de una flota de seis buques: el Galicia, el San Carlos,
el San Felipe, el África, el Dragón y el Conquistador.
Aunque parezca mentira, por la diferencia
de fuerzas, la defensa proyectada por Blas de Lezo del puerto de Cartagena
obligó a Vernon a intentar el asalto a través de la selva, con cientos de
esclavos jamaicanos a la vanguardia. Pero antes, cometió un pecado de soberbia bastante
lamentable, pues mandó mensaje a Londres de que la victoria “estaba en el
bote”. Nada más lejos de la realidad porque los mosquitos, provocando la
malaria, y los cartageneros de todo color, impidiendo las escaramuzas,
desgastaron de forma desastrosa a las fuerzas británicas y consiguieron una de
las mayores gestas de nuestra Historia Naval.
El ridículo internacional de los británicos
no consistió sólo en la derrota, tuvieron que “comerse con patatas” los hasta
once tipos diferentes de medallas y monedas conmemorativas de la “victoria” de
la toma de Cartagena, una de ellas mostraba a Lezo arrodillado ante Vernon,
entregándole su espada y con la inscripción «El orgullo de España humillado por
Vernon». En fin, cosas de la Historia, que sólo podemos conocerla, estudiarla o
también manipularla, que de eso sabemos mucho en este país en la actualidad.
A lo que íbamos, nuestro cerro para el
diario no es cualquier cosa, promete una visita instructiva y divertida, muy recomendable
en cualquier caso. El Panteón, además de sus mausoleos, placas, la iglesia-catedral,
la estructura arquitectónica de Sabatini y todas las anécdotas que encierra,
tiene una capilla donde todos los fines de semana hay misa y una monumental
sala circular, cuyo suelo es una piscina donde se refleja el cielo pintado en
la cúpula, metáfora de la gloria de esos marinos españoles que reposan en el
fondo de los mares. Por eso, el buque escuela Juan Sebastián Elcano, el velero
de cuatro palos que más veces ha dado la vuelta al mundo, va recogiendo, en
cada viaje de circunnavegación, agua de todos los mares para verterla en esta
piscina, un memorial tan simbólico y para mí tan conmovedor que puede haber
inspirado al sumidero de almas del World Trade Center, ¿por qué no?, la “montaña”
puede muy bien inspirarse en el “cerro”.
Ana Eugenia Venegas
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