Ha fallecido uno de los personajes de esta nuestra Marbella tan divina y tan diferente. Paco Sacromonte fue bailaor, vendedor de lotería y un dandy con aire calé. Formaba parte de nuestro paisaje, de nuestra fauna y la gente lo apreciaba. Era divertido, irreverente, picante de una manera muy tradicional. Un día me contó una de sus hazañas de juventud y me inspiró este relato. Es una narración a raíz de una anécdota. Excepto la anécdota, todo lo demás es ficción. Este es el Relato:
La Magdalena de Proust es
un Bastón
Se oye el segundo toque de campanas. Hoy
hay boda, el novio camina la plaza acompañado de la madrina, su tía Esmeralda.
“Omá” falleció cuando nació Eduardo, el último de los quince hermanos Cantero-Quiñones.
El empedrado de la calle Viento sirve de caja de resonancia para los tacones de
los familiares y vecinos que acompañan a “Manué”. Se escucha la nota impar del
bastón de la abuela Carmen. El cortejo desfila ante los restos de la muralla
invadida por casas de familias y un convento de salesianas, escuela de las
niñas de Marbella.
Hoy hay boda y la puerta grande de la
Iglesia está abierta, como una elongación de la plaza, un ambigú para todas las
clases sociales, donde uno se surte de cremitas para el alma y libros de
instrucciones para el buen funcionamiento de la máquina social, un bufet de
creencias que algunas marbelleras descocadas empiezan a servirse a su gusto, siguiendo
el ejemplo de las visitantes, la nueva hornada de turistas, extranjeras y
mujeres poderosas que tienen comportamientos libres, como si fueran hombres, ¿dónde
iremos a parar? Ellas, las otras, van por ahí con faldas por encima de la
rodilla, melenas cardadas, miran descaradamente a los hombres, fuman y no saben
cocinar.
En la puerta de la iglesia, el novio sube
el escalón y ayuda a la madrina, su segunda madre, la Tata Mariquilla, que
lleva un vestido de flores silueteadas en negro que no le disimula en absoluto
la extensión horizontal de sus nalgas, culo prodigioso que se estremece como un
Flan Chino El Mandarín. Los acompañantes no han sido invitados, aquí no ha
hecho falta mandar carta de participación, los que han venido sabían que tenían
que venir y era conocimiento de los novios que ellos vinieran, un conocimiento
entre instinto y sentido común. Los “no invitados” entran en la Iglesia
saludando satirones al novio, como pensando “menudo banquete te vas a dar esta
noche pillín”, mientras, él y la madrina esperan la llegada de la Chata, la
tradición manda que la novia entre antes pero que llegue al templo después,
para hacerse un poco de rogar, lógico, trae el tesoro de la virginidad y eso
merece un respeto.
“Manué” está nervioso, hoy es el día más
importante de su vida, eso le dicen. Pero se distrae, el bastón de la abuela
contra el mármol, el goteo metálico rítmico y poderoso del regatón de metal, traslada
al novio a otros momentos memorables y sonríe con la picardía que da saberse
macho, hombre, masculino y estar ajeno a las culpas de la carne.
La abuela Carmen se dirige orgullosa al
sembrado de bancos de madera, caballones donde cultivar católicos, en su
mayoría de floración anual o incluso bianual, pero de cosecha segura en bodas,
bautizos y funerales, sobre todo funerales, no hay que perder la adicción al
drama. La abuela va vestida de negro, como siempre desde que hace cuarenta años
sucedió el primer fallecimiento en la familia, el de su padre, al que partió
literalmente un rayo cuando bajaba de la huerta por el camino de la Barbacana,
cuando le sorprendió un aguacero de esos que aparecen por poniente y encienden
el cielo con sus rayos, cuando las partículas positivas en la tierra y
negativas en la atmósfera se atraen irremediablemente pudiendo generar una
potencia instantánea de un gigawatt, casi una explosión nuclear. Aunque, al
abuelo “Manué” no le hizo falta tanto para quedar quietecito, ennegrecido y
oliendo a chamusquina.
Carmen insiste contra el mármol, el metal
del bastón llama con insistencia a “Manué” que recuerda, por el mismo efecto de
la magdalena de Proust, el momento de máximo placer en el que al regreso del
guateque en la casa del Conde contó a sus amigotes cómo había “cortado oreja y
rabo”. Si no lo hubiera contado, si ni lo fuese a contar doscientas cincuenta
mil quinientas veintisiete veces más a lo largo de su vida, ¿qué gracia habría
tenido?
Entró en la Cafetería Marbella a vender su
lotería, vestía un terno beig que le había regalado Mel Ferrer al que en una
ocasión acompañó al aeropuerto. Aquel día triunfó, además del traje consiguió
camisas, zapatos que le quedaban un pelín grandes por lo que los usaba con un
poco de algodón metido en la punta, corbatas y un Panamá fabricado en Ecuador
que no le cabían en la maleta al por entonces marido de Audrey Hepburn.
Con la planta que da a un cuerpo como el
suyo el atavío de un dandi, Manué se sentía seguro de sí mismo, guapo, guapetón
y casi irresistible para esas extranjeras que apreciaban sus detalles de la
tierra, una flor en la solapa, un tallito de romero en la cinta del sombrero,
en fin, un tuneo con gracia y salero para salir a comerse el mundo en una
suerte de “Pijo Aparte” ganador. Conocía a todos los clientes de la cafetería,
los fue saludando y vendiendo los décimos que llevaba en su maletín, un maletín
de piel de Ubrique que había conseguido en uno de sus trapicheos y que le daba
un aire distinguido de noble lotero de Wall Street, un cruce entre Jaime de
Mora y Aragón y el marido de Doña Manolita, la de la Puerta del Sol.
Allí, en la barra de la famosa y céntrica
cafetería, mítico “meeting point” marbellí de todos los tiempos, estaba el
Conde tomándose un güisque sin “on the rock” ni agua, a palo seco, dando un
golpe chispeante a las papilas gustativas antes de dejarlas K.O., en un acto de
adormecimiento etílico con sabor a barrica de roble.
—Hola
Manué ¿cuánta lotería te queda?
—Pues
excepto estos décimos que tengo apalabrados aquí habrá unas ochocientas
pesetas.
—Anda,
dámelo todo y me ayudas a llevar estas botellas a “las Adelfas”. Hoy tengo
jarana y nos vendrá bien un cantecito de los tuyos.
Manué se las ingenió para no coger ni una
de las cajas, “que si esta me la pones en el maletero, que si esta otra en la
parte trasera”, en fin, que dirigió la operación de los camareros porteadores
sin arrugarse la chaqueta, como si fuese el dueño del Mercedes 190. Todavía le
quedaba el golpe de gracia, se fue derecho a la puerta del conductor dispuesto
a manejar un cochazo, un haiga de campeonato, el conde sonrió y le dio la
llave.
—Eres
un tunante Manué.
—Así
va usted más tranquilo mirando el paisaje.
—¡Anda,
vamos!, que sabes hasta latín.
El Gold Vermeil Balmoral Walking Cane, el
bastón de empuñadura dorada de la abuela, se aleja hacia las bancas cercanas al
altar, del mismo modo se alejó el cochazo del centro de Marbella hacia el oeste
por la nacional 340. “Manué” iba con el brazo por fuera de la ventanilla,
cambiaba las marchas con
chulería, estaba vivo, lo sentía en la brisa templada que chocaba en su cara y
en su pelo brillante. No pensaba dejarse llevar por la impaciencia de la noche
que iba a pasar entre mujeres guapísimas, alcohol en abundancia y a saber qué
más.
Al llegar a las Adelfas se hizo cargo del
desembarco del pedido, buscó al guardés y le indicó que llevara las cajas a la
cocina. En ese momento apareció la condesa enfundada en un caftán verde agua
con motivos plateados.
—Hombre
Manuel, ¿hoy nos honras con tu presencia?
—Sí
señora, el señor conde me ha pedido que venga a la fiesta y le ayude con las
provisiones.
—Pues
muy bien, aún queda más de una hora para que empiecen a venir los invitados, si
quieres date un baño en la alberca, en la casetilla tienes toallas y bañador.
—Gracias
condesa, le voy a tomar la palabra que vengo “acalorao”.
Ella subió los tres escalones del porche
contoneándose, en un provocativo y auténtico coqueteo de hembra que sabe que
abajo hay un macho babeando por sus atractivos. Manué, que de tonto no tenía ni
un pelo y que ya había toreado en más de una plaza de primera, la siguió con la
mirada y pensó casi en voz alta “no tienes ni idea de lo acalorao que me has
puesto gachí”.
¡Qué viene la novia!¡Que viene la novia!
Gritan los niños de la familia que se han asomado al Castillo para verla venir
por la calle Lobatas. La Chata lleva un traje de novia blanco que le queda un
poco estrecho porque es prestado, pero este detalle sólo hace resaltar las
redondeces del pecho y la estrechez de su cintura. Su padre viene con un terno
oscuro, el mismo que con toda probabilidad le servirá de mortaja. El velo le
cubre la cara, la novia no se puede ver hasta después del “sí quiero”. Bajo
este anonimato tradicional, la Chata ha echado el resto en el peinado y el
maquillaje, incluso le han prestado unos polvos Maderas de Oriente de Myrurgia con
el que ha unificado su rostro, luego se ha pintado unos buenos rabillos y las
cejas, finas y altas creando esa expresión de sorpresa que tanto se lleva, los
labios se los ha coloreado en rosa, una novia con los labios rojos no es muy
virginal que se diga.
Mientras, Manué espera inquieto. Ser el
protagonista de semejante jaleo es un “papelón”. Aunque para jaleo el que se
organizó en la casa del conde cuando llegaron los invitados, algunos venían ya
con una copita y el anfitrión había dado cuenta de media botella de Juanito el
Caminante, el whisky Jonny Walker con sorna políglota, una de las bromas de la
panda de amigotes del “Manué”.
Ya antes, la velada había entrado por unos
derroteros un pelín, digamos… peligrosos, pero muy excitantes. Cuando “Manué”
salió del vestuario saludó al conde que estaba sentado en el porche con un vaso
en la mano. De igual manera, cabeceó a la condesa que ligerita de ropa
observaba con evidente concupiscencia el cuerpo del lotero desde la balconada
del dormitorio, ella lo miró con descaro y se mordió el labio inferior. “Manué”
tuvo que tirarse de cabeza a la alberca antes de que el conde tuviera la
oportunidad de descubrir su indiscreta erección. Ya en el agua volvió a mirar
al conde que seguía impertérrito dando sorbos a su bebida y luego a la condesa,
balcón arriba, que le sonrió divertida.
La
Chata y el padrino acaban de llegar a la iglesia. Un silencio inquietante y
respetuoso antecede a los comentarios: ¡qué guapa!, ¡qué vestido tan bonito!,
¡qué planta!, ¡ole las novias como tienen que ser! El ramito de azahar, símbolo
de virginidad, está centrado en el escote, es de tela, no es tiempo de
azahares. El novio le sonríe conmovido, ahí está la madre de sus futuros hijos,
una buena mujer, una mujer como Dios manda, una “muje pa un pobre”. Ella entra
a la Iglesia del brazo del padrino y el Manué la sigue con la tía Esmeralda,
María de la Esmeralda, que ella es muy, pero que muy católica.
Ya cerca del altar, mientras la novia se
sitúa en el reclinatorio y le extienden el traje, Manué consigue apreciar el
refulgir del oro del bastón de la abuela Carmen y descubre al Bana, su amigo de
toda la vida, mirando al bastón y mirándolo a él. Ese fue el preciso momento en
que, con gran esfuerzo, contuvieron una carcajada que les aguó los ojos. Ambos
recordaban la frase del choteo que perduraría como las hazañas de los
conquistadores en las américas:
—“Illo”,
corté oreja y rabo y al salir de la casa ya de “madrugá”, miré el paragüero y
pensé “ese bastón tiene puesto el nombre de mi abuela Carmen” —Después, cada
vez que lo contaba, todos, los presentes y por supuesto el mismísimo Manué, todos
varones, se revolcaban de risa. Y sí, ese Gold Vermeil Balmoral Walking Cane
tiene “puesto el nombre” de la abuela Carmen ¿quién lo duda?
***La fotografía es del Facebook de Rafael Álvarez Ortego.