miércoles, 26 de febrero de 2020

"La Magdalena de Proust es un Bastón" gracias a Paco "Sacromonte"


La imagen puede contener: una persona, sonriendo, sombrero y primer plano    Ha fallecido uno de los personajes de esta nuestra Marbella tan divina y tan diferente. Paco Sacromonte fue bailaor, vendedor de lotería y un dandy con aire calé. Formaba parte de nuestro paisaje, de nuestra fauna y la gente lo apreciaba. Era divertido, irreverente, picante de una manera muy tradicional. Un día me contó una de sus hazañas de juventud y me inspiró este relato. Es una narración a raíz de una anécdota. Excepto la anécdota, todo lo demás es ficción.  Este es el Relato: 

La Magdalena de Proust es un Bastón

    Se oye el segundo toque de campanas. Hoy hay boda, el novio camina la plaza acompañado de la madrina, su tía Esmeralda. “Omá” falleció cuando nació Eduardo, el último de los quince hermanos Cantero-Quiñones. El empedrado de la calle Viento sirve de caja de resonancia para los tacones de los familiares y vecinos que acompañan a “Manué”. Se escucha la nota impar del bastón de la abuela Carmen. El cortejo desfila ante los restos de la muralla invadida por casas de familias y un convento de salesianas, escuela de las niñas de Marbella.

    Hoy hay boda y la puerta grande de la Iglesia está abierta, como una elongación de la plaza, un ambigú para todas las clases sociales, donde uno se surte de cremitas para el alma y libros de instrucciones para el buen funcionamiento de la máquina social, un bufet de creencias que algunas marbelleras descocadas empiezan a servirse a su gusto, siguiendo el ejemplo de las visitantes, la nueva hornada de turistas, extranjeras y mujeres poderosas que tienen comportamientos libres, como si fueran hombres, ¿dónde iremos a parar? Ellas, las otras, van por ahí con faldas por encima de la rodilla, melenas cardadas, miran descaradamente a los hombres, fuman y no saben cocinar.

    En la puerta de la iglesia, el novio sube el escalón y ayuda a la madrina, su segunda madre, la Tata Mariquilla, que lleva un vestido de flores silueteadas en negro que no le disimula en absoluto la extensión horizontal de sus nalgas, culo prodigioso que se estremece como un Flan Chino El Mandarín. Los acompañantes no han sido invitados, aquí no ha hecho falta mandar carta de participación, los que han venido sabían que tenían que venir y era conocimiento de los novios que ellos vinieran, un conocimiento entre instinto y sentido común. Los “no invitados” entran en la Iglesia saludando satirones al novio, como pensando “menudo banquete te vas a dar esta noche pillín”, mientras, él y la madrina esperan la llegada de la Chata, la tradición manda que la novia entre antes pero que llegue al templo después, para hacerse un poco de rogar, lógico, trae el tesoro de la virginidad y eso merece un respeto.

    “Manué” está nervioso, hoy es el día más importante de su vida, eso le dicen. Pero se distrae, el bastón de la abuela contra el mármol, el goteo metálico rítmico y poderoso del regatón de metal, traslada al novio a otros momentos memorables y sonríe con la picardía que da saberse macho, hombre, masculino y estar ajeno a las culpas de la carne.

    La abuela Carmen se dirige orgullosa al sembrado de bancos de madera, caballones donde cultivar católicos, en su mayoría de floración anual o incluso bianual, pero de cosecha segura en bodas, bautizos y funerales, sobre todo funerales, no hay que perder la adicción al drama. La abuela va vestida de negro, como siempre desde que hace cuarenta años sucedió el primer fallecimiento en la familia, el de su padre, al que partió literalmente un rayo cuando bajaba de la huerta por el camino de la Barbacana, cuando le sorprendió un aguacero de esos que aparecen por poniente y encienden el cielo con sus rayos, cuando las partículas positivas en la tierra y negativas en la atmósfera se atraen irremediablemente pudiendo generar una potencia instantánea de un gigawatt, casi una explosión nuclear. Aunque, al abuelo “Manué” no le hizo falta tanto para quedar quietecito, ennegrecido y oliendo a chamusquina.

    Carmen insiste contra el mármol, el metal del bastón llama con insistencia a “Manué” que recuerda, por el mismo efecto de la magdalena de Proust, el momento de máximo placer en el que al regreso del guateque en la casa del Conde contó a sus amigotes cómo había “cortado oreja y rabo”. Si no lo hubiera contado, si ni lo fuese a contar doscientas cincuenta mil quinientas veintisiete veces más a lo largo de su vida, ¿qué gracia habría tenido?

    Entró en la Cafetería Marbella a vender su lotería, vestía un terno beig que le había regalado Mel Ferrer al que en una ocasión acompañó al aeropuerto. Aquel día triunfó, además del traje consiguió camisas, zapatos que le quedaban un pelín grandes por lo que los usaba con un poco de algodón metido en la punta, corbatas y un Panamá fabricado en Ecuador que no le cabían en la maleta al por entonces marido de Audrey Hepburn.

    Con la planta que da a un cuerpo como el suyo el atavío de un dandi, Manué se sentía seguro de sí mismo, guapo, guapetón y casi irresistible para esas extranjeras que apreciaban sus detalles de la tierra, una flor en la solapa, un tallito de romero en la cinta del sombrero, en fin, un tuneo con gracia y salero para salir a comerse el mundo en una suerte de “Pijo Aparte” ganador. Conocía a todos los clientes de la cafetería, los fue saludando y vendiendo los décimos que llevaba en su maletín, un maletín de piel de Ubrique que había conseguido en uno de sus trapicheos y que le daba un aire distinguido de noble lotero de Wall Street, un cruce entre Jaime de Mora y Aragón y el marido de Doña Manolita, la de la Puerta del Sol.

    Allí, en la barra de la famosa y céntrica cafetería, mítico “meeting point” marbellí de todos los tiempos, estaba el Conde tomándose un güisque sin “on the rock” ni agua, a palo seco, dando un golpe chispeante a las papilas gustativas antes de dejarlas K.O., en un acto de adormecimiento etílico con sabor a barrica de roble.

—Hola Manué ¿cuánta lotería te queda?
—Pues excepto estos décimos que tengo apalabrados aquí habrá unas ochocientas pesetas.
—Anda, dámelo todo y me ayudas a llevar estas botellas a “las Adelfas”. Hoy tengo jarana y nos vendrá bien un cantecito de los tuyos.

    Manué se las ingenió para no coger ni una de las cajas, “que si esta me la pones en el maletero, que si esta otra en la parte trasera”, en fin, que dirigió la operación de los camareros porteadores sin arrugarse la chaqueta, como si fuese el dueño del Mercedes 190. Todavía le quedaba el golpe de gracia, se fue derecho a la puerta del conductor dispuesto a manejar un cochazo, un haiga de campeonato, el conde sonrió y le dio la llave.

—Eres un tunante Manué.
—Así va usted más tranquilo mirando el paisaje.
—¡Anda, vamos!, que sabes hasta latín.

   El Gold Vermeil Balmoral Walking Cane, el bastón de empuñadura dorada de la abuela, se aleja hacia las bancas cercanas al altar, del mismo modo se alejó el cochazo del centro de Marbella hacia el oeste por la nacional 340. “Manué” iba con el brazo por fuera de la ventanilla, cambiaba las marchas con chulería, estaba vivo, lo sentía en la brisa templada que chocaba en su cara y en su pelo brillante. No pensaba dejarse llevar por la impaciencia de la noche que iba a pasar entre mujeres guapísimas, alcohol en abundancia y a saber qué más.

     Al llegar a las Adelfas se hizo cargo del desembarco del pedido, buscó al guardés y le indicó que llevara las cajas a la cocina. En ese momento apareció la condesa enfundada en un caftán verde agua con motivos plateados.

—Hombre Manuel, ¿hoy nos honras con tu presencia?
—Sí señora, el señor conde me ha pedido que venga a la fiesta y le ayude con las provisiones.
—Pues muy bien, aún queda más de una hora para que empiecen a venir los invitados, si quieres date un baño en la alberca, en la casetilla tienes toallas y bañador.
—Gracias condesa, le voy a tomar la palabra que vengo “acalorao”.

    Ella subió los tres escalones del porche contoneándose, en un provocativo y auténtico coqueteo de hembra que sabe que abajo hay un macho babeando por sus atractivos. Manué, que de tonto no tenía ni un pelo y que ya había toreado en más de una plaza de primera, la siguió con la mirada y pensó casi en voz alta “no tienes ni idea de lo acalorao que me has puesto gachí”.

    ¡Qué viene la novia!¡Que viene la novia! Gritan los niños de la familia que se han asomado al Castillo para verla venir por la calle Lobatas. La Chata lleva un traje de novia blanco que le queda un poco estrecho porque es prestado, pero este detalle sólo hace resaltar las redondeces del pecho y la estrechez de su cintura. Su padre viene con un terno oscuro, el mismo que con toda probabilidad le servirá de mortaja. El velo le cubre la cara, la novia no se puede ver hasta después del “sí quiero”. Bajo este anonimato tradicional, la Chata ha echado el resto en el peinado y el maquillaje, incluso le han prestado unos polvos Maderas de Oriente de Myrurgia con el que ha unificado su rostro, luego se ha pintado unos buenos rabillos y las cejas, finas y altas creando esa expresión de sorpresa que tanto se lleva, los labios se los ha coloreado en rosa, una novia con los labios rojos no es muy virginal que se diga.

    Mientras, Manué espera inquieto. Ser el protagonista de semejante jaleo es un “papelón”. Aunque para jaleo el que se organizó en la casa del conde cuando llegaron los invitados, algunos venían ya con una copita y el anfitrión había dado cuenta de media botella de Juanito el Caminante, el whisky Jonny Walker con sorna políglota, una de las bromas de la panda de amigotes del “Manué”.

     Ya antes, la velada había entrado por unos derroteros un pelín, digamos… peligrosos, pero muy excitantes. Cuando “Manué” salió del vestuario saludó al conde que estaba sentado en el porche con un vaso en la mano. De igual manera, cabeceó a la condesa que ligerita de ropa observaba con evidente concupiscencia el cuerpo del lotero desde la balconada del dormitorio, ella lo miró con descaro y se mordió el labio inferior. “Manué” tuvo que tirarse de cabeza a la alberca antes de que el conde tuviera la oportunidad de descubrir su indiscreta erección. Ya en el agua volvió a mirar al conde que seguía impertérrito dando sorbos a su bebida y luego a la condesa, balcón arriba, que le sonrió divertida.

    La Chata y el padrino acaban de llegar a la iglesia. Un silencio inquietante y respetuoso antecede a los comentarios: ¡qué guapa!, ¡qué vestido tan bonito!, ¡qué planta!, ¡ole las novias como tienen que ser! El ramito de azahar, símbolo de virginidad, está centrado en el escote, es de tela, no es tiempo de azahares. El novio le sonríe conmovido, ahí está la madre de sus futuros hijos, una buena mujer, una mujer como Dios manda, una “muje pa un pobre”. Ella entra a la Iglesia del brazo del padrino y el Manué la sigue con la tía Esmeralda, María de la Esmeralda, que ella es muy, pero que muy católica.

    Ya cerca del altar, mientras la novia se sitúa en el reclinatorio y le extienden el traje, Manué consigue apreciar el refulgir del oro del bastón de la abuela Carmen y descubre al Bana, su amigo de toda la vida, mirando al bastón y mirándolo a él. Ese fue el preciso momento en que, con gran esfuerzo, contuvieron una carcajada que les aguó los ojos. Ambos recordaban la frase del choteo que perduraría como las hazañas de los conquistadores en las américas:

—“Illo”, corté oreja y rabo y al salir de la casa ya de “madrugá”, miré el paragüero y pensé “ese bastón tiene puesto el nombre de mi abuela Carmen” —Después, cada vez que lo contaba, todos, los presentes y por supuesto el mismísimo Manué, todos varones, se revolcaban de risa. Y sí, ese Gold Vermeil Balmoral Walking Cane tiene “puesto el nombre” de la abuela Carmen ¿quién lo duda?

***La fotografía es del Facebook de Rafael Álvarez Ortego.


2 comentarios: