Es una
novela escrita en frases largas y
complejas, llena de digresiones que te hacen complicado el entendimiento y te
obliga a retroceder y a prestar el 120% de tus sentidos para poder apreciar la
belleza que encierra su lenguaje, en la fotografía
que hace de una etapa histórica, la obsesión por las imágenes y el itinerario
por los sentimientos, por la locura de una víctima que
no suelta su equipaje empeñado en “somos aquello que podemos
contarnos a nosotros mismos”.
Esta
anécdota me sirve para aprovechar los regalos que me ofrece mi vida: a judío sabio
le preguntaron: ¿Todavía odia a los judíos? Y contestó: De ninguna manera, si
todavía los odiara, todavía me tendrían prisionero. Es lo que nunca aprende
Austerlitz, a aceptar el pasado y a construir el presente que es lo que se
puede vivir. Siento que en toda literatura deben de coincidir los tiempos de
autor y lector, para ser comprendida y apreciada, para ser disfrutada. Creo que
ahora “no tengo cuerpo de Sebald”
La novela
es interesante, dura, agobiante, llena de melancolía
que nos embarga a medida que avanzamos en la lectura, nos contagia su amargura. Es la
historia de un ser que no sabe y nadie le enseña a ser feliz, se regodea en su
pena, rozando el victimismo, una vida desperdiciada. Contada por un narrador
que tiene menos identidad que el protagonista. Con un formato muy
particular, como un cuaderno de viajero, con billetes de metro, mapas, planos
que demuestran la estancia en el lugar mencionado.
Cuenta
la historia de un niño judío que llega como refugiado a Gales donde es adoptado
por un predicador y su mujer, tristes, sobrios, austeros, mayores “que no abrían
nunca las ventanas de la casa”. Tras enfermar ella lo mandan a un colegio donde
empieza a descubrir sus orígenes, empezando por su apellido y la historia de su
familia en una Europa en guerra y amenazada por los nazis.
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