Es de Cádiz,
la Campiña y su Bahía,
radiantes en su fama y hermosura,
y en la cima, la cal y su blancura,
es de Ubrique y su bella Serranía.
Pasadas ya las
calores del estío, la gama de inigualables colores que casi todo el año ostenta
este tan precioso rincón del paisaje serrano va sufriendo una indudable
transformación. Los otrora brillantes colores de su floresta y arbolado han ido
apagándose un poco, sustituyéndose unas tonalidades por otras, eso sí, sin
dejar de ser espectaculares en los que, por ejemplo, el abundante y ornamental
lentisco se haya tornado en un llamativo color rojizo, consecuencia, sin duda,
de la larga sequía y del intenso calor, sobre todo del deslumbrante Sol de las
horas del mediodía. También, el bello tapiz de un frágil y delicado color
verde, fruto indudable de la abundante humedad, vestíase ahora de un fuerte
amarillo pajizo que contrastaba con el gris sempiterno del inconmensurable
roquedo de los tajos serranos, manchados éstos por extensos lunares ocres,
procedentes de algunos componentes minerales, sobre todo ferrosos o marmóreos,
que la Sierra en su esplendor se gusta en ostentar.
El algarrobo,
el más abundante de los árboles que vive en este rocoso paisaje y, por ende, el
más adaptado a florecer en tan agreste y difícil suelo, que se ha ocupado en
colonizar cualquier grieta peñascosa que le pueda ofrecer algo de mantillo y
humedad, aparece, inhiesto, en los sitios más inverosímiles cual equilibrista
consumado entre los cortados tajos, sin perder jamás su exclusivo verdor. Solo
por estas fechas se adorna de lunares parduzcos que no son sino sus propios
frutos que, arracimados en gran cantidad, nos recuerda que hasta en los sitios
que parecen estériles la madre naturaleza se empeña en ofrecernos. Y este
leñoso, podríamos decir, pero suculento manjar hacen el encanto de muchos
animales serranos, sobre todo las acrobáticas cabras que escalando, saltando de
cancho en cancho, logran acceder a ellos, lamiendo de paso, su espesa melaza
que gotea generosa sobre las duras rocas, adonde también acudirán, además de
enjambres de abejas, infinidad de insectos libadores que, junto al resto de
arbustos aromáticos, completarán su hábitat vegetal, logrando así su feliz
supervivencia. Y no ha mucho, en la vecina dehesa, también bastante agostada,
pero percibiendo sin duda las primeras y bienvenidas lluvias, en las
espléndidas y maravillosas puestas de Sol, se rompía ese bucólico silencio con
el que entra muy poco a poco la oscuridad nocturna con el ronco e inconfundible
sonido de la berrea de uno de los más hermosos habitantes, que no el único, de
la rica fauna serrana, cuya llamada, aunque le cueste su propia vida, anunciará
la ineludible perpetuación de la especie. Poco tiempo después, cumplida su
función reproductora, se refugiará amargamente solo en el corazón de la más
intrincadamente floresta. La Luna, que ha ido adquiriendo el máximo grado de
luminosidad debido al grado de humedad creciente de las atmósfera, al
reflejarse en las charcas y arroyuelos que las primeras lluvias se encargaron
de acrecentar, al alumbrar su superficie cristalina, cuando éste acuda a saciar
la sed, le recordará como fiel espejo mágico, que ha sido desprovisto de su
hermosísima cuerna, símbolo máximo de su arrogante y ufana virilidad, muy
necesaria, además, cuando Natura así ha ordenado que se adorne. Y, por tanto, como
avergonzado de haber sido desposeído de tan valioso y apreciado símbolo, vagará
triste y huidizo, escondiendo su vergüenza en lo más impenetrable del bosque,
sobre todo en el verde exuberante del arrayán, amo de las umbrías, el de las
deliciosas y refrescantes murtas, su fruto, “gordas y mauritas como pasas”
según decía el pregón de aquella gentil ubriqueña, o en el abigarrado y fuerte
en su verdor con sus llamativos frutos, de un rojo coral inigualable, de un
sabor entre ácido y dulce, de su inconfundible origen agreste, al que acompaña
el mítico laurel, el de hojas que coronan sienes de emperadores y héroes
olímpicos. Y muy pronto, pasado ya su efímero calvario, deambulará nuevamente
por el humilde brezo y las aromáticas jaras, los que hornearán los más
exquisitos asados y los mejor amasados panes de sabor y aroma imposibles de
igualar.
Y justo en estos días, por estos pagos serranos que el blanquísimo manto de la
nieve, solo de tarde en tarde, cubrirá las cumbres airosas y de espectacular
belleza, si es cierto que acudirá inexorablemente para lucir ese armiño único y
majestuoso color albo de la flor del almendro, que fiel a su cita, la ofrecerá
orgulloso al Santo Patrón de la muy Leal Villa de Ubrique, nuestro venerado San
Sebastián.
Habéis visto
la Sierra con sus flores,
el cielo de azul muy bien teñido,
el trueno y el eco del sonido,
del ave sus plumas de colores?
La tarde de rojizos arreboles,
de aromas que nublan, el sentido
lo dulce por la abeja producido,
de mil fuentes del agua sus rumores…
¿Oísteis cantar los ruiseñores,
y al raso sereno habéis dormido
con los lirios y grillos más cantones?
¿Comisteis las gachas de pastores
de olor de jara el pan cocido?
¿Dudáis de esta Sierra y sus primores?
Autor: Julián Macías Yuste
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