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¿Qué experimenta un bipolar cuando se suicida otro bipolar? Aunque no se ha comentado demasiado, Robin Williams era bipolar. La lista de actores que sufren esta patología es notable e incluye a Stephen Fry, Catherine Zeta-Jones, Jim Carrey, Ben Stiller, Mel Gibson, Richard Dreyfuss. Todo indica que Williams primero intentó cortarse las venas, pero probablemente no pudo soportar el dolor. Las venas se resisten a liberar su carga, casi como un niño que lucha para no dormirse porque tiene miedo a la oscuridad. Sin embargo, cuando el deseo de morir se ha apoderado de la mente, no se desiste con facilidad. Por eso, el famoso actor cambió de método, ahorcándose con un cinturón. Al parecer, escogió la noche para decir adiós. Tal vez le empujó el insomnio, un adversario particularmente cruel. La desesperación se agudiza cuando el mundo escatima su tregua diaria, esa pequeña muerte que paradójicamente nos ayuda a vivir, suspendiendo por unas horas el mundo real. Los bipolares raramente disfrutan de un sueño reparador. Yo sufro continuas pesadillas. Sueño que me ahogo, que mi piel arde y se desprende como las pavesas de una hoguera, que mi garganta intenta articular sonidos y solo produce estertores, que mis ojos hormiguean con miles de insectos agitándose debajo de los párpados. Suelo levantarme agotado y confuso, pero el turbulento mundo de los sueños me resulta más tolerable que mi rostro en el espejo, maltratado y envejecido por un dolor obstinado.
No voy a ocultar que la muerte de Robin Williams me ha afectado. Tengo 50 años, escribo, soy bipolar, no tengo hijos, he sobrevivido a varios intentos de suicidio y he perdido la esperanza de vivir sin el lastre de la angustia, la tristeza y la ansiedad. El trastorno bipolar recorta la esperanza de vida en diez, veinte, treinta años. Cada estudio arroja un resultado diferente. Mi hermano Juan Luis hundió la cabeza en un horno y abrió las espitas del gas con cuarenta años. No albergaba convicciones religiosas, pero escenificó su muerte con una hilera de crucifijos, alineados en el pasillo que conducía a la cocina. Era mi hermano, pero también una ausencia que yo he combatido reelaborando mis recuerdos, pues no soportaba el contraste entre la realidad y el deseo. Si miro hacia atrás, hay más vacíos que vivencias compartidas. En muchos aspectos, fuimos dos desconocidos que se encontraban de tarde en tarde, fracasando una y otra vez en el propósito de tejer una relación basada en el afecto y la comprensión. Nuestra impotencia para llegar al otro no impidió que naufragáramos en las mismas aguas. Si alguien examina nuestras vidas, advertirá grandes diferencias, pero también se preguntará si no éramos la misma persona, bordeando los mismos abismos. Quizás yo he vivido diez años de más, pero el anhelo de escribir me empuja a seguir aquí. Percibo mis días como páginas que avanzan entre el sufrimiento y el anhelo de felicidad. A estas alturas, tal vez solo soy palabras que se resisten a morir.
Robin Williams no era uno de mis actores favoritos. Es indudable que tenía talento, pero quizás por mi edad estoy más cerca de Montgomery Clift o Marilyn Monroe. Los dos eran bipolares, autodestructivos y profundamente desdichados. Monty se maltrató a conciencia, abusando de las drogas y el alcohol. Apenas superó los cuarenta años. Marilyn vivió menos. La noche del 5 de agosto de 1962 su cuerpo se rindió ante un cóctel de barbitúricos. Al parecer, mezcló Nembutal (pentobarbital) y Seconal (secobarbital), una combinación fatal que solo fue posible porque su médico de cabecera y su psiquiatra no compartían información. Todo indica que esta vez no buscaba la muerte, pero sí unas horas de sueño, con la desesperación del que ha sobrevivido a duras penas a feroces insomnios. Nunca sabremos las causas y circunstancias exactas de su muerte. Sin embargo, hay incontables testimonios sobre sus fallidos intentos de suicidio, que evidencian su inestabilidad emocional. Ser inestable no es una elección, sino un estado del alma que brota de una interminable herida. No sé cuál era la herida de Robin Williams, que agravó su desorden interior con previsibles adicciones. Previsibles porque el alcohol y las drogas mitigan la depresión, induciendo una alegría tan artificial como efímera. De joven consumí ácidos y cocaína. Solo fue un contacto fugaz, pero no he olvidado su efecto. Al principio, experimentas euforia, excitación y una ilimitada confianza en ti mismo. Hablas durante horas, con una aparente clarividencia. Sientes que por fin has logrado desembarazarte de cualquier inhibición o complejo, pero solo es un cruel espejismo. La avalancha de palabras, hallazgos e intuiciones se detiene poco a poco y de repente comienza una vertiginosa caída. Parece que has saltado por la ventana de un patio interior, con las paredes de color ceniza y un suelo que se prepara para destrozar tu cuerpo, transformando tu cerebro en una medusa moribunda. Al parecer, Robin Williams había superado sus adicciones, pero no la depresión, que se había agudizado durante las últimas semanas. Cuando encontraron su cuerpo, se hallaba casi sentado. Mi hermano estaba de rodillas, con los pies descalzos. Ambas imágenes son desoladoras, pues reflejan indefensión y fragilidad, pero también una profunda determinación de morir.
El suicidio no es una elección libre y racional, sino un impulso incontrolable. Yo celebro estar vivo. Entre 1993 y 2007, busqué la muerte en varias ocasiones, combinando antidepresivos, ansiolíticos e hipnóticos, pero desde que empecé a escribir literatura la perspectiva del suicidio perdió fuerza y ahora solo es un lejano fantasma. El suicidio de Robin Williams ha resucitado ese fantasma, pero no como una posibilidad, sino como un doloroso recuerdo. He pensado en Margaux Hemingway, que se suicidó el 1 de julio de 1996. No era una fecha cualquiera, sino el aniversario del suicidio de su abuelo, Ernest Hemingway, el gigantón que amaba el boxeo, los toros, la caza, la guerra, y que en la madrugada del 2 de julio de 1961 se voló los sesos con su escopeta favorita, una Boss calibre 12. Hemingway conservaba la pistola Smith & Wesson con la que se suicidó su padre, el médico Clarence Edmonds. Clarence se pegó un tiro en la cabeza mientras se encontraba en el despacho de su consultorio. Cuando recibió la noticia, el escritor comentó: “Probablemente yo voy por el mismo camino”. Al igual que su abuelo, Margaux sufría trastorno bipolar. Se quitó la vida en su apartamento de Santa Mónica, California, utilizando una sobredosis de fenobarbital. Tenía 42 años. Dejó un bloc de notas, pero arrancó algunas hojas y las quemó. En las primeras páginas se leía: “Amor, curación, protección perpetua para Margot”. También quemó incienso, hizo un montoncito con sal, alineó dos velas y depositó un ramo de flores blancas en la mesilla de noche. A la izquierda de su cama, colocó un osito Teddy, quizás por nostalgia de la infancia, pese a que siempre manifestó que de pequeña había sido muy desgraciada. Al examinar el cuadro, algunos pensaron que pretendía formular un conjuro contra la muerte, pero tal vez solo quiso escenificar su suicidio. El suicidio es una ceremonia privada abocada a convertirse en acontecimiento público, especialmente si eres un artista. Quizás Margaux nos dejó un mensaje que no sabemos interpretar o solo nos quiso decir adiós a su manera.
Sobrevivir a un suicidio no produce alivio, sino rabia y frustración. Es un nuevo fracaso en una vida marcada por los sentimientos de fracaso, pero eso no significa que resulte deseable tener éxito, pues el que se mata deja un rastro terrible en su entorno. De alguna manera mata a los que le querían. Yo no soy capaz de pensar en mi hermano sin recordar su suicidio. Sus fotos descansan en un álbum, lejos de la vista, pues su imagen está inevitablemente asociada a su trágica muerte. No le he olvidado. Simplemente, no soporto la sombra del suicidio, dibujándose en una mesa o una repisa. Yo no deseo añadir un nuevo drama a la historia de mi familia. Quiero vivir, tengo muchas ganas de vivir. Pienso que solo he empezado una segunda navegación como escritor, después de pasar quince años en la enseñanza y un lustro como investigador y bibliotecario. Robin Williams nos deja el mismo año que Philip Seymour Hoffman, que se inyectó una explosiva mezcla de heroína, cocaína, benzodiacepinas y anfetaminas. Ambos sucumbieron a sus demonios interiores. Hoffman comentó a sus amigos: “Sé que voy a morir”, pues seis semanas antes había superado de milagro una sobredosis. Incapaz de controlar su adicción, consumía también grandes cantidades de alcohol. Se puede decir que también se suicidó, pues alcohol, drogas y enfermedad mental suelen bailar en la misma cuerda, sin ignorar que antes o después caerán al vacío. Yo me he enamorado de las palabras y eso me ha salvado. Ahora me dedico a seguir los pasos de la luz, embriagándome con su belleza. No hay mucho más. La realidad solo es eso y quizás sea lo mejor, pues nuestra conciencia no podría soportar la carga de la infinitud. Robin Williams no ha sido acogido por un Dios compasivo. Está con nosotros, invitándonos a darle la espalda a la melancolía. No se me ocurre mejor homenaje que mirar al cielo y sencillamente sonreír.
RAFAEL NARBONA
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