Esta es la obra de un escritor del imperio
austrohúngaro, díscolo y aventurero, que vivió las vanguardias parisinas, que
se instaló en Budapest tras la Gran Guerra y que cayó en el olvido durante los
años del nazismo y la invasión comunista por mor a su directa oposición a ellos
por lo que tuvo que emigrar a EEUU. Es una obra de misterio, un misterio de AMOR,
cuya incógnita a nadie le importa, entre otras cosas porque es obvia y porque
la grandeza literaria de Márai acaba fascinando al lector que se revuelve entre
sentimientos y conceptos magnos como la amistad, la comprensión, la madurez y
la relativización de los eventos magnificados a lo largo de la vida. Es una
novela melancólica, documento fidedigno que nos muestra cómo desperdiciar una
vida, por anclarse a eventos trágicos pero puntuales, el hombre usa su
inteligencia para hacerse daño, el enemigo está en casa.
El general es el personaje omnipresente,
cuya infancia y recuerdos completan una historia, los demás personajes son sólo
una excusa para no considerarla un monólogo. Esta licencia narrativa es difícil
de conceder y el lector transige por la necesidad de llegar a la verdad en ese
encuentro entre dos que acapara de manera inverosímil un solo individuo.
La obra sucede en un día, pero es la
metahistoria de una amistad que aunque no dura toda la vida si marca la
existencia del protagonista y el devenir del secundario, un Konrad, más artista
que soldado que antes de asesinar a su mejor y más envidiado amigo para
quedarse con su esposa y patrimonio decide adentrarse en el “Horror” del
Trópico en plena decadencia del colonialismo británico, un guiño a Joseph
Conrad que el lector agradece.
La visita de un amigo de juventud en las
postrimerías de la vida de ambos sirve como escenario para una historia llena
de disertaciones formidables sobre la amistad, la traición, la aceptación, la
inevitabilidad de los sentimientos, la guerra, la pasión versus la razón, las
raíces, la cobardía, la verdad, la realidad, la decadencia de la burguesía
elitista y cómo las relacionamos con nuestras emociones.
A través de las palabras, del diálogo monologado
del General, apreciamos la diversidad, las distintas formas de llegar a valores
y cómo debido a que cada hombre es “él y sus circunstancias” como decía Ortega,
la amistad es algo distinto para cada persona, depende del nivel de
encanallamiento que haya superado cada uno para sortear las dificultades de la
vida.
Sando Marai fue un autor denostado, sus
textos estuvieron prohibidos en su Hungría transformada en República Soviética,
su pensamiento divergente de la burguesía le valió la incomprensión de su
familia en su juventud y fue ultrajado también tras la invasión rusa por su
posición liberal. Era en realidad un espíritu crítico, alguien con quien me
identifico, un ser que se obsesiona por analizar los acontecimientos, por
mirarlos en la pureza de su producción, intentando comprenderlos. De ahí un
personaje tan reflexivo que logra curarse en el intento y cuyo máximo exponente
es la verbalización en el Encuentro, como un paciente en el diván del psicoanalista
o en plena expresión en una terapia de grupo.
Así, el general, en su elaboración mental nos traslada en el tiempo y a su evolución, con un hilo de pensamiento que
se enreda alrededor de nosotros produciendo la tensión de la verdad oculta, una
verdad que se conoce, se adivina y no importa, o no acaba importando, porque al
final el hombre herido, el ultrajado, pero digno se da a sí mismo el alta
médica del dolor y la ignominia al colgar de nuevo el cuadro de su mujer, a la
que no vuelve a hablar después de descubrir la traición de las dos personas que
más quería, ella y su amigo Konrad.
De esta forma, a través del Encuentro, llegamos
a saber que Konrad no lo mató, que pudiera haberlo hecho, que tuvo oportunidad
y cierto aliciente, pero, gracias a ese sentido profundo de la amistad, no pudo
asesinar a su amigo a pesar de que su amor por Kritina era inevitable, porque
eran distintos, unidos por lazos musicales, artistas y decidió irse al Trópico,
lejos de la culpa, lejos de la tentación, abandonarlo todo.
Llegados a este momento podríamos decir que
la historia está finiquitada, pero hay tantos temas subyacentes, las vidas de
los padres, la diferencia de sensibilidad de la madre, la maternidad frustrada
de la nodriza, tantos hechos dolorosos, guerras, muertes, melancolías que
realmente lo que me sorprende es el final, en esta recopilación de hechos y
escenas vividas, el protagonista pudo agotarse, pero sutilmente comprendemos
que no se acabó, aunque, sí quedó marcado y vivió para un duelo, más bien un
fusilamiento, a medio gas, reuniendo palabras ensayadas y estudiadas
obsesivamente durante su vida solitaria para dar un último giro de superioridad
moral.
Márai es un gran narrador, es rico,
profundo, poético, respeta y mima la palabra, el resultado es una novela pulida,
simbólica, la experiencia sensorial te envuelve con colores y olores de seda
azul o amarilla, donde esa seda azul y amarilla hacen algo más que cubrir las
paredes, muestran estados de ánimo. Y las reiteraciones se perdonan por su
poder secuestrador, como tela de araña que se teje alrededor del lector que se
va comprimiendo según aumenta la tensión.
La lectura de “El último Encuentro” es una
experiencia sensorial, hay colores en las descripciones, un lenguaje visual,
como en un cuadro, los olores nos envuelven, y lo consigue sin caer en aburridas
descripciones, con la brevedad óptima para el propósito de acercarnos a los
objetos, las casas, como muestra de una decadencia social y económica de su
nación, que a esas alturas no debía saber ni cómo llamarla. El escritor es
capaz de concretar en símbolos lingüísticos, como hacen los grandes pintores en
pulcras pinceladas de colores perfectos, reproduciendo una realidad tamizada
por su filtro maltratado.
El autor se suicidó al caer el Muro de Berlín,
puede que pensara que ya había vivido lo suficiente, o que su vida había sido
desperdiciada, o que no estaba dispuesto a sufrir la enfermedad, o que no
encontraba su sentimiento nacional en este mundo, donde su casa a bandazos
políticos y bélicos había cambiado de manos como prostituta vieja.
Ana E.Venegas
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