Un lugar sin ubicación en un tiempo que se
supone pasado es el escenario para las vicisitudes de un niño y un anciano cercados
por la violencia y las calamidades de la vida rural, es la intemperie. “El horror, el horror…”
como escribió Joseph Conrad, no es necesario bajar a los infiernos ni
adentrarse en el Congo, está aquí.
Esta durísima novela produce un efecto “abducidor”
a pesar de describir un paisaje y unas formas de vida cercanas en el tiempo
pero que el español quiere olvidar. La prosa es tan rica en descripciones que
se puede sentir el polvo y la tirantez que provoca en la piel. Los hechos que describe
son tan deshumanizados que podría
inclinarnos a pensar que nos son ajenos, sin embargo, las miserias del hombre,
la suciedad, las medidas que toma cuando está acorralado nos duelen, porque esas
personas somos nosotros en situaciones extremas.
Este es un trabajo sobre la maldad, la
autoridad patológica, la paternidad deshumanizada, los vicios sobre los
inocentes, la dureza del campo, la búsqueda del agua como principio de la vida
y que nosotros hemos olvidado por coexistente. Pero también es una historia de
supervivencia, de fidelidad, de solidaridad y entrega. Es de un dolor tan
inmenso como el sentido al leer la Familia de Pascual Duarte de Cela, con una
prosa tan encadenada como la de Diario de un Cazador de Delibes.
Los personajes son hirientes, especialmente
el tullido, podrido por dentro por su condición exterior y la dureza de una
vida arrastrada y solitaria. El niño es un recluta de la violencia, un aprendiz
de injusticia y dolor. Sólo queda la esperanza de que la semilla del anciano
haya prendido en él.
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